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martes, 25 de septiembre de 2012

Todos ignoramos lo que nos duele. Ese polvo que queda después de la tormenta que cubre con una fina capa todo nuestro ser, algunos lo llaman orgullo, hace que no queramos escuchar lo que nuestra razón dicta. Pero hay una minoría que va acumulando tal cantidad de orgullo no en contra de su voluntad que, un día, este se une al dolor, el tejado, quien culmina nuestra obsesión de no decir que algo se pudre en nuestro interior.
Como en todo, para cada persona esto es un mundo totalmente distinto aunque las pautas generales sean las mismas. Para unos esto es momentáneo, un segundo en el que explotas y la tormenta llega para llevárselo todo y empezar de cero, o bien... se va pudriendo lentamente en nuestro interior, casi sin darnos cuenta...
Puede llegar a ser enfermizo, u obsesivo, terrible. Es la mejor forma que tengo de explicaros qué fue lo que pudo llevar a Sora a hacer tal cosa, si es que lo que hizo atiende a razones de algún tipo. 

Los días pasaban. Los años con ellos. Todo seguía igual que cuando dijeron lo que ya sabían. Pero seguían siendo un misterio para ellos mismos, como toda mente astuta, nuestra adorable amiga guardaba siempre un as en la manga.


  - Cariño, ¿has visto mi camisa? ¡Ay que ver! El primer día y ya voy con la hora en los talones...

  - Eres un desastre. Pero te aprecio, ¿de acuerdo? 
Y allí estaba. Como siempre, tenía solución para todo. Era perfecta. Antes de que surgiera el más mínimo problema, allí estaba ella, todo solucionado,  en el final del pasillo con una mano en la cadera y la otra haciendo círculos con la camisa mientras esperaba su recompensa.
  - Eres increíble, ¿lo sabías? -un beso, un instante.
  - ¡Corre! Tienes diez minutos para llegar.
Cogió el maletín, repasó a Sora con la mirada anonadado mientras recordaba la noche anterior y salió corriendo de casa hacia su primer día de trabajo.
  - ¡Víctor!
  - Sora... Llego tarde..
  - Te quiero -y esa sonrisa, esa maldita sonrisa, le dejó sin respiración-. ¡Suerte!

Víctor era un chico sencillo. Joven, recién pasados los veinte, y su vida se centraba en hacer feliz a Sora. Lo organizó todo para buscar un trabajo y poder pagar el piso y poder compartir un trocito de su vida con la persona con la que no dormía pero le hacía soñar. Eso le bastaba para seguir adelante y haber llegado hasta donde estaba, en un coche de tercera mano de camino a esa oficina donde trabajaría de informático. Esa mañana, mientras miraba de reojo el reloj, supo que eso era lo que él quería. Ya os he dicho que era un chico sencillo. Con volver a casa y descansar sobre su pecho, él era el chico más feliz de la ciudad.



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