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miércoles, 28 de junio de 2017

Antes de que la nieble me salve.



Dame una razón para quedarme, para pensar que hay una remota posibilidad de que no hice el imbécil.
Dame sólo una razón que me obligue a no pensar, a olvidar y a seguir mi camino.

La idea de que el tiempo, y la sensación que tenemos cuando hay cosas que ocurren, cambian en función de cuánto te entretengan, despisten o dañen.
Esa sensación de una hora que se triplican, a pesar de que el reloj sigue con su mismo baile de agujas, a pesar de ser conscientes de que el tiempo que pasa es el que es, pero nuestra cabeza es así de cruel, y te hace sentir así de estúpido con los hechos que son claros.

Pero, ¿qué pasa cuando las cosas pasan sin que sean claras, sin que sepas de dónde vienen, sin que sepas por qué pasan?
Ahí es cuando el tiempo ya ni existes, te condenas tú mismo a masticar esa pestilencia, cuando no comprendes nada y rumias, rumias y rumias.

¿Sabes qué?
Que pienso que esta sensación es mucho peor cuando no eres dueño de la situación, cuando haces un balance, sacas un instante tu corazón del pecho para pesarlo ante ese tipo extraño allá en las alturas y... ¡eh, resulta que tú hiciste las cosas más o menos bien!
Y esto lo haces una y otra vez, se sabe que pones de tu parte, se sabe que tienes tus fallos, pero tu corazón es rojo y sangra, bombea y arde. No es ni negro ni helado, todo lo que hagas lo pasarás por ese corazón cálido y esa mente que procura apartar lo negativo y nublar la mente para calmar los nervios.

Cerrar los ojos es un gesto que repito mucho, tocarme la frente para soportar el peso de mi cabeza cuando mis pensamientos van a toda velocidad buscando motivos, respuestas.. sabiendo que no las voy a encontrar.

Me iré a dormir y a seguir con este dolor de cabeza, con estas pesadillas que seguirán mascando todo traducido en monstruos azules y escalofríos en la noche.

Pero por la mañana, siempre está esa niebla, 
que me hace respirar, 
que me salva.