Esa noche había sido larga y dura.
Pocas veces había soñado en blanco, las pocas horas que
conseguí conciliar el sueño, me encontraba inquieta, pero el amanecer llegó
pronto para decirme que llegaría otra noche más. Nada más que con pensarlo, un
suspiro sordo se me escapaba a la vez que me recorría un fuerte escalofrío por
la espalda. Con sólo recordar una pequeña parte de esa larga noche me obligaba
a apretar los labios y concienciarme de que su espalda sufriría a este paso
duros estragos por culpa de su extraña capacidad. Esa misma, la que me hacía
estremecer, la que hacía que la estancia
en esa cama fuera una deliciosa batalla en la que los dos ganábamos, la que hacía que mis uñas quisieran
arrancar todo su olor para mí.
Necesitaba un poco de agua, toda estaba extendida sobre mí.
Cuando respiraba profundamente conseguía refrescarme un poco, quizá se le ocurra algún juego nuevo
para bajar la temperatura. El calor hacía que las gotitas de sudor hicieran
caprichosos dibujos sobre mi piel mientras me daba cuenta de que no estaba él,
la razón por la que cada noche fuese pura vida. Oí pasos en la cocina y cerré
los ojos para ver qué hacía al entrar. Una tímida luz entraba entre las
rendijas de la persiana, lo justo para que mis cansadas curvas se notaran entre
el mar de sábanas y sudor.
Y ahí estaba, en silencio se apoyó en la puerta para observar
cómo me adueñaba de su enorme cama, respirando hondo para impregnarme del aroma
de la noche. Una larga y dura noche.
Ideas a debito (I)
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