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viernes, 10 de febrero de 2012

El Filósofo.



Ni había suficiente luz ni había suficiente calor en esa habitación.
El fuego no llegaba a calentar esa habitación de tan malas penas, ni las ascuas eran capaces de tener allí un poco de vida.
El anciano de los secretos se pasaba sus últimos días al lado de la ventana, era ella y los libros a los únicos seres a los que les tenía cariño, aunque fuesen inertes.

Él cada día iba a esa casa a hacer las pocas tareas que había en ese hogar impostor. Sólo se dedicaba a hacer recados en el mercado, la comida de ese anciano y avivar ese fuego (o eso intentaba) que ni se encendía ni se apagaba.

El anciano sólo viví para una cosa. Más bien para una combinación de una serie de hábitos que ya no daba tiempo a cambiar: se levantaba, se ponía esa extraña y triste túnica negra, su sayo de color oscuro y se sentaba, se bebía los libros y luego dejaba a la imaginación irse por la ventana y la esperaba con las manos entrelazadas hasta la noche, la recogía, ella le contaba todo lo que había vivido por él y se subían los dos juntos por la escalera de caracol con la lívida y temblorosa luz de la chimenea que él avivaba día tras día.

Él no se acostaba hasta que el anciano se los secretos no echaba la llave de su habitación,
 o eso suponía él que había allí... 
 

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