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lunes, 17 de diciembre de 2012

Hasta ellos te traicionan.

No puedes creer ni en tu propia mente, te juega malas pasadas recreándose en tus deseos, esos que despierto no quieres nombrar, porque las manos sudan y el latido se acelera.
Sentirme tranquila, casi no siendo consciente de que lo que estás viviendo no es real, sentir que cada uno de mis músculos está tejido con felicidad, y todo gracias a quien me coge la mano en esa tarde típica de otoño, en un lugar desconocido pero con el atractivo de ser mi hogar. Y el suyo. Porque quien me coge de la mano por fin tiene su propio rostro, su propio olor, no es esa figura que me acompaña sin identidad alguna, esa mancha con calor que me seguía  a todas partes y esa estúpida sensación de que ese algo no era nada.
Tenía nombres y apellidos, ¿alegría? ¿terror? Un saco enorme que pesaba toneladas caía de pronto sobre mi cabeza, ¿de qué puñetas hay que vaciar ese saco ahora? ¿A cuál de las voces hay que asesinar a sangre fría, a la que dice que me deje llevar o a la que me dice que no me vuelva a ilusionar con algo de lo que no estoy segura, de algo que tiene que ver con ese puto futuro que nadie conoce?
Debo reconocer que ese jodido futuro es el amigo que me lleva al morbo por conocerle pero que está siempre tan escondido en su juego de secretos que nunca quiero tener cuentas con él nada más que para quedadas que no tienen nada que ver con lo fortuito.

Cuando consigo quitarme esa felicidad por lo que no es real con el despertador, lo primero que se me pasa por la cabeza es un odio inconcebible, ¿qué ha hecho conmigo? Se me vuelven a tambalear mis esquemas de no desear nada que esté más lejano de lo que pueda controlar.
Quién eres tú para hacer que se disparen los sentidos en un jodido sueño. 


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